Para el 1953, en el Barrio Rincón de Sábana Grande, donde vivía, no teníamos los adelantos que conocemos hoy como la luz eléctrica, la televisión, la radio. Tenía yo 8 años y a esa edad nunca había visto ninguna de estas cosas; ni siquiera llegaban los periódicos como hoy día a nuestros hogares. Las familias que vivían en aquel barrio eran sumamente pobres y humildes.

En aquella comunidad, había una pequeña escuela, que era un saloncito que medía unos 25 pies de largo, llamada Lola Rodríguez de Tió.  Como era un solo salón, todos los días venía la maestra, Doña Josefa Ríos, y nos daba clase a unos 35 o 40 estudiantes de primero, segundo y tercer grado a la vez.

Frente a aquella escuelita había un pequeño comedor escolar que era una casucha hecha de alambre, que parecía una jaulita de conejo. Allí, todos los días, asistía una señora que preparaba el almuerzo para todos los niños que estaban en la escuelita. Como tampoco había agua potable en el barrio, el agua que se utilizaba era de manantiales naturales que se conocen como pocitos. Alrededor de aquel lugar, había tres de estos pocitos a los cuales se iba a buscar agua. El más cercano quedaba caminando por dentro de un cañaveral, como a unos cien metros de la escuelita. En una hondonada, al pie de un árbol de mangó y había una pequeña quebrada junto a la cual estaba el pocito. Estos pocitos muchas veces se secaban y entonces se tomaba agua directamente del río. En cada una de nuestras casas había un barril.  Se iba a buscar agua en cubos temprano en la mañana y se echaba el agua en el barril.  Como tampoco había utensilios, los que se usaban eran hechos de higueras y coco; eran cacharritos y cosas similares para sacar agua.

Todos los días, la maestra a las 11:00 de la mañana tocaba la campanilla y los estudiantes salíamos de la escuela a un receso que duraba desde las 11:00 de la mañana hasta la una de la tarde.

El jueves 23 de abril, a las once de la mañana, Doña Josefa Ríos tocó su campanilla y salimos al patio de la escuela. A esa hora la señora del comedor le dijo a un compañerito, que tenía nueve años y medio y a este servidor, que había que ir a buscar agua al pocito.

Mi compañero comenzó a llenar su latita y, de momento escucho su voz que me llama asustado y me dice: “Juan, Juan, ven acá, ven acá”.  Cuando me acerco hacia donde él estaba sacando agua del pocito, noté que había comenzado a derramarla dentro del cubo, y que se había quedado paralizado con la latita en la mano. Estaba tenso porque aquel chorrito de agua que estaba cayendo de aquella latita al cubo, por alguna razón inexplicable, se había llenado de muchos colores; parecía como si fuera un arco iris que se estuviese derramando de la latita al cubo.

Ustedes se imaginan a un jibarito del campo en esa situación… pues a mí me dio miedo, tanto y tanto que me dieron deseos de salir corriendo, pero cuando fui a salir corriendo, por alguna razón inexplicable mis pies y todo mi cuerpo estaba paralizado.

Ustedes sabrán que en estos sitios del campo donde hay agua, aunque sea de día, se escuchan ruidos, como los de los coquíes, los pajaritos, el viento, las ramas de los árboles. De pronto se hizo un silencio tan y tan profundo, tan y tan grande que creí que me había quedado sordo.  Nunca en mi vida había sentido un silencio tan profundo como aquel. Inmediatamente después del silencio, comenzó a hacerse una tranquilidad tan y tan grande que parecía como si el mundo se hubiese paralizado.

Lo único que podía mover eran mis ojos, mi cabeza y cuando levanté mi vista, en la lomita que había sobre el pocito, había una joven, una muchacha que se me quedó mirando a los ojos.

Cuando aquella joven se me quedó mirando a los ojos, todo aquel miedo que yo tenía, toda aquella tensión que yo sentía sobre mi cuerpo, comenzó a desaparecer. La mirada de aquella joven me dio una tranquilidad, una paz…  Comencé a sentir un relajamiento profundo en mi cuerpo. Aquella paz comenzó a hacerse más profunda, parecía como si comenzara a entrar en un mundo donde no había tiempo, donde parecía que no había principio ni fin.

En mi mentalidad de jibarito del campo yo me hacía un sinnúmero de preguntas y me decía a mí mismo cómo sería posible que aquella joven, aquella muchacha que estaba allí, que yo veía tan sólida y tan palpable como cualquier ser humano, como si fuera de carne y de hueso, estuviera suspendida en el aire, parada sobre una nube como a cinco o seis pies de distancia de la lomita.

Tenía entre sus manos un rosario.  Del interior de su cuerpo sólido y de todas sus vestiduras, de su manto, de sus manos, de su cara, de su piel, de toda ella, de adentro hacia fuera salía una luz, pero una luz tenue que permitía a uno ver aquella joven tan hermosa, aquel rostro tan maravilloso. Nunca en mi vida he visto una cara tan hermosa como aquella. No tenía una sola mancha ni arruguita. Tenía sus ojos color castaño, sus mejillas sonrosadas. Había una sonrisa en sus labios. El color de su piel no era pálido ni oscuro, sino que era como el rostro de la mayoría de las mujeres puertorriqueñas.

Si aquella joven era hermosa, maravillosa, también hermosa era la corona de estrellas que llevaba sobre su cabeza. Ustedes saben que para sujetar las estrellas que tienen las imágenes de la Virgen alrededor de la cabeza, se necesita un arito para que éstas no se caigan. Aquellas estrellas eran como si nosotros cogiéramos el sol y lo fuésemos reduciendo de tamaño y lo convirtiéramos en pequeños soles alrededor de su cabeza. Todas ellas suspendidas en el aire, separadas como a pulgada y media de su cabeza, parecía como si fueran luceros, como si tuvieran luz propia. Parecía como si estuvieran allí velando aquella cabeza como guardianes.

En aquel momento aquella joven solo tenía siete estrellas visibles sobre su cabeza. Tenía una muy grande al frente, tres al lado derecho y tres al lado izquierdo.

Nunca he sabido cuanto tiempo estuve ante aquella joven tan hermosa. De momento volvió a desaparecer y salí corriendo hacia la escuelita.  Llevaba una alegría, una paz tan inmensa en mi interior, una tranquilidad profunda, tan y tan grande que sentía un deseo muy grande de decírselo a alguien; pero cuando llegué a la escuelita no me atreví decírselo a la maestra ni a la señora del comedor. En aquel tiempo a los niños se nos enseñaba a no hablar con las personas mayores. Aunque yo estaba en segundo grado, nunca le había dirigido la palabra a la maestra.

El próximo día, viernes 24 de abril de 1953, a las once de la mañana, Doña Josefa, la maestra, tocó su campanilla. Salimos todos y les dije a los muchachos: “Miren, vamos al pocito que les voy a mostrar donde era que estaba parada aquella muchacha que yo les dije ayer”. Pero un grupo de niñas, entre ellas Ramonita e Isidra Belén, decidieron acompañarme. Caminamos por medio del cañaveral, llegamos hasta el pocito y cuando estoy señalando hacia donde había visto aquella joven, en ese preciso momento, volvió a suceder exactamente lo mismo del día anterior.

Nunca supimos cuánto tiempo estuvimos ante la presencia de aquella joven. Salimos corriendo para la escuelita. Isidra y Ramonita que tenían más confianza con la maestra y con la señora del comedor se lo dijeron y la maestra nos dijo: “Miren, esas cosas no se dicen”, nos entró al salón y nos siguió dando clases.

El próximo día, 25 de abril, el tercer día, era sábado y desde temprano en la mañana sentía el deseo de ir al pocito. Fue una lucha terrible.  Por alguna razón inexplicable, a las once de la mañana me encontré llegando frente al pocito y junto conmigo Isidra y Ramonita que habían sentido el mismo deseo.

Comenzó a llegar un grupo de personas del barrio y de otros sitios. Gente que yo nunca en mi vida había visto. Nos preguntaban: “¿Qué es lo que ustedes dicen que están viendo?” y, para demostrarles, caminamos hasta el pocito y cuando estábamos señalando dónde era que estaba aquella joven, volvió a suceder exactamente lo mismo. Aquella tranquilidad, un silencio inmenso, profundamente grande, una paz inmensa y allí de nuevo estaba aquella joven. Estaba suspendida sobre una nube. Entonces la nube comenzó a bajar hasta que tocó tierra. Aquella joven comenzó a acercarse hacia nosotros y por respeto, nos echamos hacia atrás. Su presencia nunca nos daba miedo. Al ver que nos echamos hacia atrás, aquella joven, con una voz linda, hermosa, preciosa, que jamás había yo escuchado, que salía de su boca pero que parecía como si estuviera saliendo de todas partes, aquella joven se nos quedó mirando a los ojos y nos dijo: “No tengan miedo, Soy la Virgen del Rosario”.  Nos miró profundamente, se viró de espaldas, caminó, subió al mismo sitio donde estaba y volvió a desaparecer.

Ella estuvo apareciendo, visitándonos durante 33 días; desde el día 23 de abril hasta el día 25 de mayo y fue una experiencia hermosa todo lo que allí sucedió. Aquel pueblo se envolvió en un acto de paciencia grande, fue un acto que para mucha gente no tiene explicación, para mí sí la tiene.